Recuerdo unas sesiones de meditación que fueron un buen viaje.
Círculo de unas 8 personas y un guía. Guapo.
Viví experiencias gratificantes que me transportaron a ciertos estados de conciencia.
Aparecían imágenes de templos.
Criaturas celestiales me trajeron mensajes.
Sentí. Cosas.
Pero la magia se estropeaba rápido.
Las sensaciones se desvanecían en cuanto el guía hacía una ronda de preguntas para compartir qué habíamos experimentado.
Antes de que llegara mi turno empezaba a elaborar cómo estructurar lo vivido.
Para entenderlo y que se me entendiera. Para quedar bien, para hacerlo interesante.
Lógicamente, sin darme mucha cuenta, distorsionaba, añadía y quitaba.
Racionalizando la experiencia.
Etiquetándola, dándole nombre, encorsetándola.
Hasta que una vez dije que prefería no hablar sobre ello por esto mismo. Qué libertad.
Es como cuando cuentas un sueño. Te inventas la mitad.
O cuando cuentas un recuerdo. Rellenas para que tenga sentido y coherencia.
Por eso hay que aprender a – en algunas situaciones – callar un poquito la mente racional, que quiere ordenar, entender y encarpetar.
Podemos aprender a ir soltando mucho de lo mental que añadimos a lo sensorial.
(merece la pena releer esas dos últimas frases)
Muchos síntomas y supuestos traumas se aliviarían al instante.
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Rocío